¿Existe o no existe petróleo en Cuenca?

Antonio Rodríguez Saiz    

 

Varios años después de deslizarse por la antigua ciudad de Kunka (Cuenca) las ilusiones de sus gentes recorriendo fantasías, deseos y esperanzas, el periodista Cesar González Ruano se hacía esta pregunta en la “tercera” de ABC (1935) titulada “Las misteriosas burbujas”; página compartida en esta ocasión, víspera dela fiesta de San Isidro, con Wenceslao Fernández Flórez y José María Salaverría.

Con su fluida prosa nos decía que “Sobre la corriente del río, emperezada de siglos, a la sombra de la ciudad vieja y noble condecorada de escudos, aún con altivos señoríos de murallas, ciudad que mantiene en vilo el equilibrio de sus casas colgadas sobre la roca surgieron hace tiempo las misteriosas burbujas que habían de conmover su vida recoleta y traer y llevar su nombre, tan recatado de ordinario, tan ejemplar de humildad y olvido”.

Y, efectivamente hubo en la ciudad de Cuenca unos años –posteriormente repetidos en la provincia-, que las expectativas de encontrar el “oro negro”, esa mezcla de compuestos orgánicos insolubles en el agua, fue algo permanente y unido a los ríos Júcar y Huécar que circundan y abrazan a la parte antigua de la ciudad.

Dos años, principalmente, del pasado siglo, 1928 y 1933 estuvieron envueltos en una constante rebujiña de esperanza colectiva capaz de librar, si fuera realidad, a Cuenca del estado letárgico que llevaba sumida desde siglos, acariciando y columbrando un futuro mejor para la población conquense.

Sería en mayo, mes de anhelos, sueños y deseos, cuando saltase la noticia a la prensa nacional y provincial del descubrimiento de un líquido combustible con un olor análogo al del petróleo, ocurrido en las obras que por aquel tiempo se realizaban para la desviación del afluente del Júcar, desde la cueva de Orozco (o del tío Serafín) hasta debajo de la puerta de San Juan junto al Recreo Peral y que aún permanece, donde vierte las aguas sobrantes el Huécar hasta el río Júcar en una bella estampa, actualmente mejorada y que tuvo un sinfín de vicisitudes y problemas hasta verla culminada.

El proyecto de desviación del Huécar fue redactado el año 1897 por el ingeniero Julio López Redondo y aprobado por la Corporación Municipal al año siguiente pero las obras no se realizaron pese a estar aprobadas; siguiendo el curso del río el lamentable estado a su paso por la ciudad por diversas causas.

El 1 de febrero de 1926 por fin los regidores conquenses acuerdan concluir las obras de desviación del Huécar esta vez con un proyecto del ingeniero de caminos Fernández Durán, copiado del anterior que había sido redactado a finales del siglo XIX. La obra se adjudicó a Carlos Cambra en 125.743 pesetas. Surge a raíz de ello el constructor zaragozano Ángel Aisa Esteban que hace uso del derecho de tanteo y, parece ser, en connivencia con el arquitecto municipal Fernando Alcántara la obra es adjudicada al contratista aragonés quien no respetaría proyecto, plazos, ni aquello que estaba firmado. Se iniciaron las obras en 1927, treinta años después del primer estudio de desviación.

Es en el curso de los trabajos que se llevaban a cabo (1928) cuando el líquido apareció al detonar un barreno por los obreros en una balsa, apresurándose rápidamente Agapito de Castro, contratista, que realizaba las obras a inscribir el supuesto yacimiento con el nombre de “Ntra.  Sra. De los Ángeles” causando el acontecimiento gran emoción en el ánimo de la población en espera de la confirmación de la noticia.

Se había producido el hallazgo, de la ilusión colectiva, a 170 metros del final de la boca que desagua en el río Júcar (antiguo Sucro) y a 43 metros de profundidad, exactamente debajo de la casa del corregidor (hoy calle Alfonso VIII número 85), entonces sede de los Juzgados y desde 2002 declarada Bien de Interés Cultural con categoría de monumento y con el deseo incumplido reiteradamente, desde hace años, de verse rehabilitada para archivo municipal -¡tan necesario!-.

El prestigioso ingeniero de minas del Instituto Geológico de España, Enrique Dupuy de Lume se desplazó en tren a Cuenca el 11 de mayo de 1928 para examinar sobre el terreno el hallazgo y efectivamente así lo hizo al día siguiente (según El Día de Cuenca).

Bajó acompañado desde la puerta de San Juan hasta la boca del túnel que se estaba construyendo para la desviación de las aguas y penetrando en el lugar donde se encontraba la poza; recogió unas muestras de restos de la roca que olfateó, después reconoció las grietas y la dirección de los estratos.

Cuando salió del túnel fue preguntado Dupuy de Lume por periodistas y asistentes deseosos de conocer la opinión de tan competente técnico avalada por sus trabajos en la península y en el Marruecos español, manifestó que:

“mi impresión es de que no se trata de petróleos primitivos puesta que no son aceites pesados, vulgarmente llamados “chapapote”, sino productos volátiles que tienen el olor de gasolina y petróleos”. Todo ello dicho con la máxima precaución y prudencia, porque indudablemente la respuesta definitiva necesitaba un estudio más reposado y profundo, aunque indicaba y así lo recogía la prensa provincial, la posibilidad que “las emanaciones petrolíferas” ascendiendo por las comisuras de la roca se han condensado en un punto formando una petaca”.

Dio más valor a que pudiese haber acumulación de petróleos en otros parajes de la Hoz del Júcar, por la disposición de los bancos bastante horizontales y los niveles de arcilla que hay.

Después de esta inspección que no puede calificarse de exhaustiva ni completa dedicó la mañana a visitar el interior de la catedral, monumento más importante de Cuenca, bajando por el puente de San Pablo para saludar al Gobernador Civil, en el palacete de la calle Fermín Caballero donde le informó de la sensación que le había producido la fugaz exploración.

Aquello no tuvo el final feliz que todos auguraban y algún periodista conquense llegó a apuntar que se había conseguido algo muy positivo, como que se hablase de Cuenca y que mucha gente se convenciese de que existía Cuenca. Pobre consuelo, diría yo.

Cinco años después Cuenca volvería a ser protagonista de idéntico episodio y la revista gráfica “Estampa” en su número 273 de 1 de abril de 1933 dedicaba su portada y un amplio reportaje titulado “¡Petróleo en Cuenca!” por el periodista, entonces en sus comienzos, Luis G. de Linares, que posteriormente dirigiría importantes revistas y periódicos españoles, el citado artículo incluía interesantes fotografías de Erik, incluida la portada de la revista.

Así puede verse en la hemeroteca de la BNE.

 

Unas manchas de gotas ascendían, desde el lecho del Júcar hasta su superficie y sus habitantes desde el alba hasta después del crepúsculo vespertino se acodaban en la barandilla del puente de San Antón sin quitar la vista del cauce del río; bullía la población llenando de conversaciones y optimismos la vida sencilla y pausada de la capital, columbrando expectativas ingenuas y nobles deseos compartidos ante la posibilidad del hallazgo de petróleo; cuando en España hasta esa fecha no se había logrado encontrar una zona petrolífera explotable y toda la gasolina que se consumía era importada de América y Rusia.

Pero ¿Quién era el descubridor de esas manchas de petróleo en el río?, y ¿Desde cuándo se veían en ese lugar?

Ante estas preguntas el periodista Linares llega a escribir que “En Cuenca no hay medio de enterarse de nada” porque unos –según él- aseguraban que fue un niño que jugaba en la orilla del Júcar; otros, que fueron unos hombres del barrio, y en cuanto al tiempo, en opinión de varios, se veían las manchas desde hace tres días y había hasta quien aseguraban que ya las habían visto el pasado año.

Parece ser que el descubridor era un mecánico de nombre Pedro Carretero, quien constantemente aseguraba que hacía medio año aproximadamente que había visto unas manchas en el río y que con los reflejos de la luz reconoció la existencia de petróleo, debido al conocimiento que tenía por su oficio que le hacía muchas veces observar las manchas que la gasolina y aceite hacían al caer sobre una superficie mojada; ello le llevó durante varios meses a seguir observando este fenómeno hasta que se decidió a poner en conocimiento de las autoridades el presunto hallazgo, cambiando así su rutinaria forma de vida y que le llevó desde entonces a convivir con la fama recibiendo visitas, misivas, telegramas de importantes financieros de España y del extranjero con la finalidad de averiguar la verdad y hacer exploraciones sin olvidar desazones y disgustos que su descubrimiento le ocasionaba, quejándose de no haber tenido a su alcance medios para recoger muestras y afirmando que en el valle de Uña había gran cantidad de petróleo según le habían contado, invitando al periodista a realizar ese trayecto, eso sí, visitando antes nada menos que a Juan Jiménez Aguilar, cronista de la ciudad y Director de Instituto General y Técnico de Cuenca, figura destacada  por su saber y prestigio que vivía cerca del lugar. Y con el profesor, ambos descubridor y periodista se acercaron a observar las manchas “si, parece petróleo” dijo Don Juanito Aguilar, así era conocido en Cuenca, agolpándose un grupo de personas ante su figura y haciendo preguntas de todo tipo e informando que Júcar arriba en el término de Uña existían unos importantes yacimientos de lignito que ya en su momento Valentín Ruíz Senén, empresario y político bilbaíno gaditano de adopción, y Horacio Echevarrieta dieron fe de su existencia e incluso fueron explotados durante la Gran Guerra. “Tal vez se trate de una destilación natural de estos lignitos” llegaría a decir.

El profesor quedó sorprendido cuando Carretero le dijo que en el angosto valle de Uña a unos 40 km de Cuenca, entre dos rocas salía un chorro según le había contado un  obrero y allá se encaminaron.

Cuando llegaron los tres al lugar, el obrero no apareció por ningún sitio, pese a la búsqueda que se hizo y el resto de la gente no contestaba o eludía las preguntas con rodeos y subterfugios de todo tipo.

Volvieron al anochecer a la capital y, relata el periodista enviado, que en el puente de San Antón (conocido como Puente del Canto en la Edad Media) se agolpaban un centenar de personas que contemplaban las manchas que se divisaban en las aguas verdes del Júcar al tiempo que hombres y mujeres se afanaban en recoger con todo tipo de utensilios: sartenes, cazos, cubos e incluso las manos el preciado líquido.

Aquellas misteriosas manchas, una vez más, no era el “oro negro”, este sólo estaba en la imaginación e ilusión fantástica primero de nuestras gentes, ávidas de salir de la dureza de esta tierra y después de la ambición desmesurada del poder económico que no dejaba de apuntarse a estar en primera línea por si el sueño era una realidad.

Cuenca cerró los ojos ante el ensueño, el delirio y la quimera, siguiendo el irredento caminar de su existencia.

 

ANTONIO RODRÍGUEZ SAIZ

2016