EL SAQUEO Y RUINA DE CUENCA ESTABAN DECRETADOS

Antonio Rodríguez Saiz - Septiembre 2020 -

 

Cuando se quiebra la paz, entre dos o más, hay un rompimiento inexorable que conduce normalmente de forma inevitable a la confrontación de consecuencias funestas y desgraciadas, España, a lo largo de su historia ofrece una muestra abundante de gran cantidad de sucesos bélicos, con un capítulo importante sobre sus guerras civiles. Dentro de la excesiva relación, de ello, en la historia de España, me referiré aquí, solamente, a unos tristes y lamentables acontecimientos ocurridos en la capital conquense al inicio de la Guerra de la Independencia.

Esta lucha contra el invasor francés fue gravemente dañosa y perjudicial para Cuenca durante el espacio de tiempo que se inicia el 11 de junio de 1808 cuando los soldados del mariscal del Imperio (desde 1804), Bon Adrien Jeannot de Moncey, toman la capital y se apoderan por primera vez de ella durante una estancia de varios días hasta que después de varios años el 23 de agosto de 1812 queda libre definitivamente de soldados franceses, después de destrozar el castillo y sede de la inquisición con su valioso archivo.

Durante el periodo comprendido entre esas fechas la capital conquense soportó, alternativamente, una gran inestabilidad, con toda clase de excesos, hechos tristes y sangrientos, no sólo – como acertadamente afirmaba el profesor Troitiño –protagonizados por el ejército napoleónico sino también por otros denominados “los moyanos”, malhechores y bandidos que actuaron, igualmente por la provincia e incluso Juan Martín Díez “El Empecinado” que llegaría a mariscal de campo. Los efectos fueron muy perniciosos incluso en el deterioro de las condiciones higiénicas de una población de 7800 habitantes que vieron morir a un buen número de sus moradores y contemplar el destrozo y ruina de parte de nuestro patrimonio artístico y cultural.

De todo ello en “Crónica de la Guerra de la Independencia” el periodista y escritor, José Luis Muñoz aporta una gran cantidad de datos interesantes que hace recomendable este libro para mejor conocer este triste periodo de nuestra historia.

Dentro de este tiempo, según señalaba anteriormente, me limitaré a hacer referencia a una carta fechada el 31 de julio de 1808 que un prebendado (canónigo o racionero de la catedral de Cuenca) de forma anónima envía a un distinguido personaje de la Corte “dando la cuenta de las tropelías, hechos detestables, abominables y aborrecibles que sucedieron en Cuenca “causados por el general francés, Auguste Jean Gabriel de Caulaincourt de camino con sus tropas hacia la capital levantina, que encontró la ciudad castellana indefensa y casi sin habitantes ante el temor de la entrada violenta de la tropa napoleónica, como así sucedió el 3 de julio de 1808.

Lleva por título “CARTA SOBRE LAS MALDADES cometidas por los Franceses en Cuenca” (en la actualidad digitalizada) de 8 páginas, cuya impresión se realizó en Valencia, imprenta de D. Benito Monfort, que conservaba el nombre de su fundador, acreditado e importante tipógrafo, entonces regentada por su nieto.

Al principio de la carta el prebendado deja claro que “lo que nos aflige extremadamente es la impiedad que ha causado el robo y saqueo de los templos, y el sin número y la clase de crímenes que lo han acompañado desde que los invasores franceses se enfrentaron con un pequeño grupo de personas con poco juicio (cabezuelos) protagonistas de un fuego sin tino y acierto, que debió parecer insulto a las tropas bien organizadas de Caulaincourt y excusa para entrar en la capital; aunque como se lee en la carta “EL SAQUEO Y LA RUINA DE CUENCA ESTABAN DECRETADOS TIEMPO HABIA” pese a que algunos canónigos de la catedral y representantes de la ciudad, se presentaron enarbolando y levantando en alto, una bandera blanca; con toda humildad ante el general francés sin resultado satisfactorio.

No se detiene el anónimo prebendado, en su escrito en narrar el saqueo, destrozos de edificios, hambre, penas y aflicciones y se dedica a detallar “la profanación de templos, e injurias al sacerdocio y al culto” que por ser un testigo presencial su veracidad parece fuera de cualquier duda.

Comienza el relato de los hechos con la muerte del sacerdote más antiguo del cabildo catedralicio y de más edad (83 años), Antonio Lorenzo Urban lleno de heridas después de haberle arrebatado la pequeña bolsilla o saquillo con el poco dinero que guardaba para su escasa manutención, pues la mayor parte de sus ingresos eran destinados a los más necesitados y pobres.

Igual desgracia – cuenta – padeció y recibió el confesor de las monjas de la Concepción Franciscana, advocación de Ntra. Sra de la Concepción (puerta de Valencia), Fray Gaspar Navarro, también octogenario, golpeado con un hacha, robado el dinero y lo que fue una acción vergonzosa y humillante despojado de sus vestiduras y desnudado.

De ambos sucesos también da cuenta el canónigo Muñoz y Soliva en su “Episcopologio”.

Sobre las iglesias de la ciudad detalla cómo fueron asaltadas, violando y profanando, sin el respeto debido, las sagradas formas, pisoteándola e incluso compeler y hacer contra su voluntad estos actos a una persona anónima que al oponerse tuvo una muerte violenta en al atrio del convento de San Francisco, hoy desaparecido y en su lugar edificada la iglesia de San Esteban.

Gran profanación sufrió la catedral, principal templo de la diócesis, donde defecaron y expelieron sus excrementos en imágenes y vestiduras sagradas motivo que junto a los destrozos ocasionados fue motivo para que los miembros del cabildo tuvieran que acogerse, para cumplir con su misión, en la digna iglesia del cercano convento de San Lorenzo Justiniano, bajo la advocación de San Pedro Apóstol (conocido por las Petras), de notable planta elíptica.

Según cree el autor de la carta las indigna y repugnantes ganancias del saqueo de la catedral estaban destinadas para el general Caulaincourt y su plana mayor. En un rasgo de hipocresía, fingiendo éste sentimientos opuestos a los que tenían, queriendo dar a entender y desorientar sobre su fechoría simuló el gran respeto y veneración que tenía a la catedral y lo relacionado con el culto. Por ello, entregó las llaves del templo a un canónigo, miembro del cabildo, e igualmente colocó en las puertas de acceso a soldados de guardia para su conservación y custodia. Acción ésta que encubría un embeleco o engaño toda vez que el general invasor se había guardado la llave de la cerradura para abrir la puerta donde se accedía a la catedral desde el palacio del obispado, allí se encontraba aposentado Caulaincourt, y fue precisamente, por este sitio donde sus edecanes, ayudantes de campo y esbirros penetraron en el sagrado lugar. Iban armados con hachas, picas y objetos contundentes, dedicándose con ellos a un salvajismo destructivo de rejas de ventanas y otras aberturas, cajonerías de armarios y estanterías, destrucción de documentos, vestiduras sagradas, robo de dinero en metálico destinados para usos religiosos y piadosos…, todo tipo de tropelías y hechos violentos. En la capilla de Santiago (sede de la parroquia que lleva el nombre del apóstol) la llenaron de suciedad e inmundicias, haciendo allí sus necesidades, profanando el sagrario; tampoco se libró de ello todo el espacio catedralicio, especialmente, la sala capitular y la famosa custodia (s. XVI) “que deshicieron a hachazos en el gabinete del general”, obra del platero conquense Francisco Becerril, por encargo del gran obispo nacido en Villaescusa de Haro, Diego Ramírez.

Según trabajo detallado de Dimas Pérez Ramírez, canónigo y archivero diocesano titulado “La custodia de la catedral de Cuenca” su valoración ascendía a 17.024 ducados y 172 onzas. Pesaba cerca de 150kg, tenía un metro de años por la peana, 2’60 metros de alto y era llevada en procesión por 24 sacerdotes.

Hay piezas de plata de la custodia en el Victoria & Albert Museum: 2 estatuillas pequeñas que representan a S. Jorge y S. Cristóbal, 1 de un obispo y 2 soldados en actitud durmiente de una Resurrección. Es lo único que queda de la custodia que comenzó a realizarse en 1528 y se terminó en 1569, según Ponz.

Algunos autores discrepan sobre el sitio de la catedral donde tuvo lugar la destrucción de la custodia, algo que no quita importancia al lamentable destrozo de esta joya del arte, empero, es importante tener en consideración lo que relata el citado prebendado en su carta, fiable por estar escrita el mismo mes de ocurrido el nefasto destrozo, hecha pedazos, por los franceses.

En el mismo sentido es creíble y verosímil, lo que cuenta sobre las muertes de tres soldados que, según él, fueron ocasionadas después de romper y entrar un grupo de ellos, sin orden superior por la puerta del Cuarterón (acceso de la dependencia de la catedral); al enterarse Auguste Caulaincourt envió a varios de sus oficiales al templo, encontrando a los asaltantes con tres ánforas en su poder y esparcidos por el suelo los santos óleos que guardaban en su interior.

No fueron las muertes alevosas por defender el rico patrimonio de la catedral, por parte de la oficialidad “sino porque se llevaban lo que al parecer pertenecía a su jefe”

De los tres soldados fallecidos uno fue en la puerta de la Sacristía Mayor, otro en el atrio y el último dejó de existir en el Hospital fundado por la Orden de Santiago, en las postrimerías del s.XII, poco tiempo después de la conquista de Cuenca.

Concluye con este párrafo “yo ruego al cielo que haga universales las verdaderas ideas de paz, y nos dé la humildad necesaria para abrazarlas”. Frase que, independientemente de las creencias de cada uno, es interesante y merece una reflexión.