Antonio Rodríguez Saiz
Antonio Rodríguez Saiz
La fiesta de Todos los Santos y el Día de los Difuntos, son las fechas en las que se hace más profundo el recuerdo hacia aquellos familiares y amigos que ya no están entre nosotros y duermen el sueño eterno en los camposantos. Si como decimos estos lugares de silencio y meditación, son muy visitados, en los primeros días de noviembre, también en los restantes días del año no dejan de acercarse a los cementerios personas que allí tienen algún ser querido:
"gentes, mis gentes de otros días,
mies trasquilada en el silencio
puñado fértil de heroísmos
en estos páramos desiertos".
Desde siempre el hombre ha tenido especial deseo por tener un lugar digno donde enterrar a sus muertos. Ya en tiempos muy remotos se hacían sepulturas en fosas excavadas en los poblados e incluso en cuevas naturales donde era frecuente y usual la utilización de cuevas como verdaderos osarios.
Los egipcios, convencidos plenamente de que la vida eterna dependía de la forma de conservar los cuerpos, les tributaban un culto profundo. Ejemplo de ello lo tenemos en las pirámides de enterramientos reales o truncadas para los enterramientos particulares, tomándose todo tipo de garantías y precauciones para salvar de la destrucción el cuerpo del difunto.
Los cristianos hacían sus catacumbas o camposantos aprovechando parte de los corredores de las galerías abiertas, con el fin de extraer materiales que posteriormente serían empleados en las construcciones, que estaban ubicadas a las afueras de la ciudad. Hubo, empero, cementerios cristianos situados al aire libre como el construido en el Vaticano, junto a la tumba del apóstol y primer Papa San Pedro. Con la palabra cementerio, voz derivada del griego "dormitorio", los cristianos indicaban el carácter transitorio de la muerte.
En la Edad Media, en especial, y más aún desde la época gótica, muchos cristianos eclesiásticos, pero también civiles, recibieron sepultura en los templos dedicados al culto donde se tapaban sus sepulturas con laudas. Ejemplos de ellos los tenemos en las catedrales e iglesias existentes.
LA HERMANDAD DE PAZ Y CARIDAD EN CUENCA
Ya en Cuenca al finalizar el primer cuarto del siglo XVI, el mismo año que España celebraba la victoria de Pavía, se constituyó la Hermandad de Paz y Caridad, aprobada por el rey Carlos I, teniendo por objeto verificar el enterramiento de los pobres y ajusticiados, recayendo el cargo de prior de la Hermandad en el regidor de la ciudad de Cuenca llamado Juan Ortega.
Puede decirse que en Cuenca hasta principios del siglo XIX, también se hacían los enterramientos en los templos dedicados al culto; solamente alrededor de una veintena eran los cementerios que había en toda la diócesis hasta la terminación de la segunda década de ese siglo.
Quince años después, por lógicas presiones del Gobierno, se hicieron cementerios en todos los pueblos a las afueras de la población y abandonando la utilización de las iglesias y alrededores como sitio de enterramiento.
CEMENTERIOS DE CUENCA
En Cuenca, capital, los dos primeros cementerios que existieron, según indica Muñoz y Soliva, estuvieron emplazados en el jardín de la ermita de la Virgen de las Angustias y el otro en los altos de Santa María de la Cabeza, junto a la lagunilla de los Yesares,
En los años de mil ochocientos treinta el estado sanitario de Cuenca era muy deficiente y se decidió construir el cementerio del Camino de Madrid, en cuyo emplazamiento, una vez destruido hace varios años está situado un colegio privado. El último enterramiento que allí se hizo fue el de Francisca Villar de Lucas. La epidemia de cólera que hubo por aquellos años fue un factor determinante para que los regidores de la ciudad se diesen cuenta del grave problema que entrañaba la carencia de un lugar alejado de las iglesias y viviendas, especialmente de los barrios extremos de la capital, aconsejándose también la conveniencia de cerrar el cementerio que había en el Hospital de Santiago, por el peligro que acechaba al estar situado en un recinto donde se atendía a los enfermos y asilados lo cual en épocas de epidemias, agravaba lógicamente más las trágicas consecuencias.
Junto a la ermita del Cristo del Amparo, alzada sobre las ruinas de la sinagoga judía, -ya que este barrio era residencia de los judíos que en este lugar se asentaron después de haber sido expulsados de la zona de Mangana- había otro cementerio del Cabildo de Santa Catalina del Monte Sinaí, cuyos sacerdotes cuidaban de él.
Con motivo de uno de los episodios más raros e inexplicables de la Historia de España, ocurrido en La Rápita en 1860, con el fin de instalar como rey de España a Carlos Luis de Borbón y Braganza, duque de Montemolín y destronar a Isabel II, fueron fusilados en Cuenca, siguiendo las órdenes del coronel Portillo, varios soldados y en este cementerio fueron enterrados.
EL ACTUAL CAMPOSANTO
El cementerio actual Santísimo Cristo del Perdón se inauguró el segundo día del mes de julio de mil ochocientos noventa y nueve, en terrenos de la Dehesa de Santiago, figurando como autor del proyecto y director de obras Castelbaris, entonces arquitecto municipal. El primer enterramiento fue el de un hombre que estaba acogido en el Asilo de Ancianos.
En lo alto de Cuenca, mirando las verdosas aguas del Júcar, en la ermita de San Isidro, se encuentra adosado el cementerio que sirve de lugar para enterramiento de los miembros del Cabildo de la Catedral y a la derecha para los miembros de la Hermandad de San Isidro, constituida en la época del Obispo Flores Osorio.
El cementerio para enterramiento de canónigos y dignidades de la Catedral, situado a la izquierda de la ermita fue comenzado en mil setecientos veintinueve y se concluyó tres años más tarde, gracias al celo e interés demostrado por el 51 obispo de Cuenca, Juan de Lancaster, duque de Abrantes y Grande de España de primera clase.
Federico Muelas, Marco Pérez y Fernando Zóbel, tienen en este lugar su última morada terrena.
"No sé si humildes, si olvidados,
si permanentes, si perdidos...
¡Pero tan libres, que nos miran
los altos cielos sorprendidos!"
Visitar uno de estos lugares mueve a la meditación, a la serena reflexión, al recuerdo imborrable de nuestros seres queridos y donde Dios recoge una oración que elevemos, como desde cualquier lugar, para las almas de los que allí esperan.
¡Amor y recuerdo para ellos!